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Los recortes amenazan unos programas que han demostrado su eficacia desde los ochenta (30/01/2013)

Las drogodependencias ya no interesan.

Fuente elpais.es

Muchos representantes de sectores básicos del Estado de bienestar
están tratando de explicar por qué es tan peligroso recortar los
servicios sociales, la sanidad y la educación. Yo también lo voy a
intentar aprovechando que el sistema de atención a las drogodependencias
tiene que ver con los tres anteriores. Las drogodependencias son un
problema social, de salud y su prevención es básicamente una tarea
educativa. Quisiera hacerlo de manera sencilla, sin caer en el
melodrama, ni en la guerra de cifras.

Lo primero que conviene decir, para quien tenga la fortuna de no
necesitar saberlo, es que nuestro sistema de atención a las
drogodependencias es un buen sistema. Es muy profesional, está bien
distribuido a lo largo el territorio nacional, en él confluyen
especialidades sanitarias y psicosociales (tiene un enfoque
biopsicosocial quizá como ningún otro servicio de nuestro país) y presta
una atención de calidad a los pacientes y a sus familias. Siendo de
responsabilidad pública, ha sido capaz de crear un sistema mixto en el
que conviven recursos que gestiona directamente la administración con
otros que gestiona la iniciativa privada, fundamentalmente ONG. Algo muy
importante es que la gente que necesita ayuda y sus familias se sienten
bien acogidas y atendidas. Las encuestas de satisfacción de los
usuarios así lo atestiguan, pero también pueden preguntar a cualquiera
que lo haya necesitado.

Lo segundo tiene que ver con su origen y probablemente con su futuro.
El sistema público de atención a las drogodependencias y adicciones es
relativamente nuevo en nuestro país. Se organizó a raíz de la enorme
repercusión social que tuvo la epidemia de heroína de finales de los
setenta y primeros ochenta. El Plan Nacional sobre Drogas se aprobó en
1985 y contó con el acuerdo explícito de todos los partidos políticos
representados en la Cámara. De esta época es importante destacar la
eficacia del consenso, pero también la relación entre “alarma social” y
apuesta política.

Nuestro sistema de atención a las drogodependencias es un buen sistema"

Una vez en marcha no se especializó sólo en heroinómanos, que en su
mayoría eran politoxicómanos, sino también en las otras dependencias: de
la cocaína, del alcohol, del cannabis, etcétera; y más recientemente,
en todo tipo de adicciones comportamentales: juego patológico, compras
compulsivas, videojuegos, sexo, etc. También contribuyó eficazmente a
detener la epidemia de sida de nuestro país.

Los profesionales que trabajamos en sus servicios hemos aprendido
mucho en estos años sobre los mecanismos que nos someten a la
dependencia, sea cual sea su causa, con sustancias o sin ellas, y sobre
las estrategias que nos ayudan a emanciparnos, a ser personas más libres
y autónomas. Un capital de conocimientos muy necesario, creo yo, para
la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Aunque no seamos toxicómanos
todos padecemos alguna dependencia y conocemos el precio que pagamos por
ellas.

El origen de este plan debería hacernos reflexionar sobre su futuro.
Nació frente a una crisis social y de salud. Ahora que la percepción
social del problema ha disminuido, en parte, porque la respuesta
ofrecida ha sido adecuada, parece que los políticos están menos
interesados en mantenerla. Cuando el problema se situaba entre las tres
primeras preocupaciones de los ciudadanos según las encuestas del CIS de
la época, junto al paro y al terrorismo, los poderes públicos acudieron
prestos a afrontarlo, ahora que la percepción del riesgo ha disminuido
¿qué harán? Un problema de esta índole no se mide por la alarma puntual
que desencadena, sino por sus costes sociales, familiares, de salud y
por el sufrimiento que provoca. También por sus costes económicos, que
son muchos. Si queremos ser un país serio no podemos correr de un lado a
otro apagando fuegos más o menos mediáticos. Incluso desde la lógica de
la austeridad más estricta debemos conservar aquello que es valioso de
lo que hemos construido.

Todos padecemos alguna dependencia y conocemos el precio que pagamos por ellas"

Desgraciadamente los recortes hace tiempo que han empezado, tanto en
el sector estrictamente público, como en programas dependientes de ONG
con tanta implantación como Cruz Roja, Proyecto Hombre, la Fundación de
Ayuda contra la Drogadicción (FAD) o la Fundación Atenea y de otras
muchas que actúan a nivel autonómico o local. Lo que no sabemos es hasta
donde van a llegar. Y no podemos saberlo porque no lo dicen, porque no
se hacen públicos los planes. Lo único que se conoce son las magnitudes
de los recortes que emanan de los consejos de gobierno y parecen
realizarse a tanto alzado: ¡Recorten un 20%, un 30%, o, mejor, un 50%!,
sin más criterios que los puramente económicos, sin distinguir entre lo
necesario, lo superfluo y lo imprescindible, sin preguntar y sin dar
explicaciones. Realizados de esa manera pueden producir un colapso del
sistema sin necesidad de desmantelarlo.

En cualquier caso, se echan en falta transparencia y capacidad de
diálogo con los profesionales del sector y con los ciudadanos
involucrados. ¿Es que hemos dejado de ser interlocutores válidos? Esta
manera de hacer las cosas no solo recorta derechos y servicios, sino que
deteriora las prácticas democráticas de dialogo y consenso que tanto
trabajo nos ha costado adquirir en este país.

Llegados a este extremo de equilibrio desigual entre los que deciden y
los que tienen que ejecutar o acatar esas decisiones, recordamos otro
aspecto relacionado con los orígenes del sistema. En los años 80, las
asociaciones de afectados, constituidas fundamentalmente por madres,
prácticamente habían declarado la guerra a los poderes públicos,
exigiendo, en la calle, una respuesta ante las consecuencias de la
droga. El movimiento de “lucha contra la droga” fue el último gran
movimiento ciudadano de esas características que se recuerda en nuestro
país.

En su momento, se pudo encauzar de manera sensata y colaboradora,
poniendo de acuerdo a políticos, ciudadanos y técnicos. ¿Qué haremos
ahora?

Alfonso Ramírez de Arellano es vicepresidente de la Fundación Atenea.

 
 
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